Thanatopia

Entonces el cielo era estrellado, la noche adelantada. Solo un par de grillos interrumpían de vez en cuando el silencio reinante. Un viento seco arrastraba lentamente las hojas en el suelo, éstas se revolvían formando remolinos y quejándose como pequeñas cataratas del interior.

No podía ver nada, estaba encerrado. Una pesadísima pared de metal cubría todo mi cuerpo, no entraba un solo rayo de luz. Ni de día. Intuía el tiempo por los débiles murmullos superficiales, esas pisadas secretas, reprimidos llantos y los reclamos de unas raíces disgustadas ante la lluvia salada. Así había sido desde siempre. Quizás no, quizás esos borrosos recuerdos de mi ancianidad, del yo con el pelo resplandeciente y cansado de la vida era mi génesis. Quizás. Tampoco podía aceptar que esas épocas, tan lejanas del yo, pudiesen haber sido alguna vez parte de mi historia. No, nunca me imaginé que andarían otros como tú rondando por ahí.

Sí, ahora lo recuerdo. Recuerdo los rostros resignados y los llantos de mis hijos. Entonces me habían llevado a la catedral, habían cantado esos himnos incomprensibles, habían puesto flores sobre mi ataúd y me habían trasladado a mi hogar. Me habían tirado mucha tierra encima, los póstumos regalos para el diario vivir subterráneo, y desde entonces las lombrices y raíces mudas fueron mis amigos en mi desolación.

Sí, puedo evocarlos, puedo recuerdar épocas aún más anteriores. Oh, los tiempos aquellos. Dame otra copa, tengo sed.

Desde entonces mi vida -es decir, mi muerte- comenzó. Rápidamente me fui acostumbrando a permanecer eternamente quieto, no abrir los ojos – pues nada veía, imaginar el mundo sin luz, sin formas fijas. Todo se discurría, era impreciso y las lombrices escurridizas confirmaron mi suposición. Nunca las pude encontrar en el mismo sitio. Una vez a mis cabezas, pude tomar un gusano desgraciado que se divertía tirando de mi cabellera. Lo amonesté duramente y le hice prometer que no lo volvería a hacer, pero noches después, en un momento de letargo, se me reveló arrancándome uno de mis doscientos mil ciento noventaitres pelos de mi cuero cabelludo. Me airé en suma contra la lombriz maldita, y me preparé para otro ataque del animal – dejando mis dedos listos a atraparla según apareciera. Había pensado que vendría por el túnel que daba a mi oreja izquierda, pues por allí había logrado palparla la última vez. ¿Cómo me indignó descubrir que, después de perder otro pelo, la lombriz se había colado por uno cerca de mi cuello! ¿Te imaginas? Me prometí atraparla y lo logré al cabo de otras noches. Estaba totalmente rendido, no había dormido durante noches enteras. Me dejé llevar por el sopor y la compasión que pedía el gusanito, pero creo que valió la pena porque no volvió a molestarme. Aún me arrepiento un poco de haberla dejado ir, pero así fue como aprendí a no confiar de la experiencia. ¿En qué íbamos? Ah, en cuando te encontré.

Entonces el cielo era bromista, la noche intranquila. Escuché pisadas en dirección a las tumbas vecinas. Me extrañaba un tanto eso, porque los vivos solían venir de día, a dejar flores, murmurar palabras suaves a sus queridos íntimos, a llorar un poco y regresar a sus casas con la conciencia tranquila. Era medianoche. ¿Te acuerdas? No me era fácil creerlo, pero allí estaba, y dominando por sobre los grillos y vientos, se acercaba a mí.

Yo me inquietaba, siempre tenía curiosidad sobre quiénes serían los que les tocaba cuidarme, qué voz tendrían, qué dirían, qué dejarían sobre la tapa negra y gruesa. Era mi primera vez.

Las pisadas se habían detenido frente a mí. Lo recuerdo muy bien, nadie lo había hecho antes. Por eso me había alertado y esperaba ansioso tu iniciativa. Entonces el silencio era completo. El portal comenzaba a abrirse, crujía y se abría. A medida que el delgado haz de luz aumentaba y me acostumbraba a la no-oscuridad, mi alrededor se llenaba de sonidos más fuertes, y debilísimas músicas que nunca había escuchado. Claxons a lo lejos, es espeluznante aletear de un búho por allí, una hormiga tropezándose con su segundo pie. Era maravilloso.

Cuando quedé al descubierto, te ví. Estabas iluminado por los rayos de la luna, de pie a la entrada de mi hogar, los brazos cruzados y una sonrisa demoniaca.

Ah -me dije entonces – así eran los vivos.

Pero el asombro me duró corto tiempo. Un pánico agudo comenzó a apoderarse de mí, rápidamente, y corrí, corrí. Sentí unos vientos inimaginables contra mi rostro, mis piernas a medida me arrancaba. No sé cómo pude acordarme tan bien de algo que no hacía durante meses, quizás fue por eso que caí, y perdí el conocimiento, y ¡terminé aquí sentado aquí, compadre, compartiendo las vivencias de nuestras muertes!


20.12.99


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