Impromptu

Al parecer, todos se estaban acostumbrando a la mecanización de la existencia, pero estaban cambiando. Sin darse cuenta por ellos mismos, pero motivados por los contactos con los demás indígenas, o los repentinos accesos de cólera de su incomprensible madre, iban comprendiendo lo limitado y pobre de su mundo, y la red de posibilidades que se abrían una vez se alejaban unos pasos del pueblo en escombros. Diversos y atractivos móviles llamaban a la exploración y deleite de los paisajes naturales, la dicha de acechar animales por el puro gusto de perseguir, o simplemente revolcarse en el barro sintiendo los tibios rayos del sol bañando el bosque.

-¡Segundo! Ayúdame con la fogata!

Cuando salió arrastrando los pies a ver lo que ocurría, Segundo pudo ver la cómica escena representada por Ignacio. Estaba de rodillas frente a la fogata para las ollas, soplando como loco, y exhalando con tanta fuerza que, en vez de avivar el fuego, la estaba matando. El blanco polvo ceniciento volaba formando remolinos, para caer en el piso, sobre la cabeza y la espalda de Ignacio, pero él no se molestaba en sacudirse. Como urgido por algún invisible fantasma detrás de él, soplaba, resoplaba y sudaba como un buey, y tornábase cada vez más desesperado porque no veía ningún indicio de avivamiento. Segundo, apenas podía imaginarse cómo fue que su hermano pudo proferir el grito de ayuda.

No le costó mucho apartar a su tercer hermano a la fuerza de su inútil labor. Él no era solamente el más ingenuo de los cuatro, sino también el más débil; nunca lograba coordinar sus fuerzas, siempre caminaba como borracho, tropezándose en cada raíz de árbol por los cerros. Su desarrollo mental parecía haberse detenido a los ocho o diez años, cuando se había caído por el barranco en la penúltima época de aguaceros, dejándole ese cuerpo bien formado pero incapaz de controlarse adecuadamente. Lo llamativo era su capacidad para adaptarse a todo: no sabía hablar el idioma de los indígenas, pero sabía arreglárselas con gruñidos y muecas exageradas; nunca pudo cazar un solo animal, pero ante los asombrados ojos de su madre y hermanos, ellos solían acercársele sin demasiado temor, y juntos retozaban…

El fuego se avivó de golpe. Era algo tan simple como dejarlo crecer, tan solo tirar una docena de piñas encima y esperar que las brasas hicieran los demás.

Ignacio cayó de espaldas, suspirando, mientras Segundo volvía a la cocina a tomar su descanso. Su cabellera larga flameaba ligeramente al toque de la brisa matinal. Uno de los mechones logró rozarle los ojos; tropezando con una firme piedra a la entrada de la cocina, y Segundo resbaló sobre el lodo. Lanzando un quejido escapándosele por la boca, Segundo se revolcaba en el suelo, sobándose la mano malherida, mientras Ignacio no paraba de reír, ahogado entre hipos y bruscos espasmos abdominales.

-…¡Si te viera Nadia!!!

Ignacio hacía referencia a la segunda de los hermanos, muerta a los pocos días tras su mudanza al poblado, por falta de comida suficiente. Al menos, así lo contaba la mamá. En lo que se refería a sucesos antes de la adolescencia de Segundo, los hermanos debían confiar ciegamente de los relatos de Adelaida, pues no lograban recordar absolutamente nada. Según ella, Nadia se reía siempre de la ingenuidad de Segundo, de la facilidad con que sus hermanos menores se tropezaban y lloraban a cada herida en sus frágiles cuerpos. Segundo la recordaba apenas, meses antes de morir el padre -cuyo nombre nunca les fue revelado- apenas llegando a sus hombros, ojos perdidos y una boca abierta dispuesta a soltar una carcajada a la menor incidencia. Los días eran largos entonces; los cuatro (aún no había nacido Pedro) jugaban todo el día en los alrededores de su nuevo hábitat. La comida no escaseaba aún, las provisiones traídas con la ayuda de los vecinos eran suficientes. Los rayos del sol eran por entonces más brillantes.

Pero aquello pertenecía al pasado, y Segundo, tanteando el camino de regreso del laberinto de sus recuerdos, dejó caer su cuerpo sobre la frágil cubierta de madera para abandonarse a la siesta habitual. El tiempo había transcurrido bastante rápido, le quedarían unas horas antes de levantarse para ir a llenar el jarro al río.

Era ya mediodía. El cielo callaba, como presagiando algún suceso terrible. Pedro miraba por la ventana de la cocina, esperando que la cuarta hermana volviera. Ella había salido hace poco a recoger uvas para el almuerzo.

Entonces ocurrió. Segundo caminaba con el jarro al hombro, tambaleante como siempre en esa porción del trayecto. Pedro miraba el horizonte desde la ventana de la cocina, abstraído en los remolinos verdosos de las colinas otoñales, a lo lejos. Todos guardaban silencio, aun sin haberselo propuesto; desde algún rincón de la casa, dos grillos roncaban plácidamente. Como de costumbre, Adelaida observaba vigilante los movimientos de Segundo, caminando de un lado a otro con pasos lentos y seguros.

De pronto, dio un paso en falso. Sí, dio un paso y de inmediato rodó cuesta abajo hacia el pozo. A cada vuelta dada en el suelo, gemía y dejaba espcapar un pedazo de vida. El pozo era de un estilo español típico, una pared de cubos de piedra dispuestos en forma circular. Cuando Adelaida chocó contra éste con el cuerpo retorcido y la falda llena de sangre, estaba muerta.

Los hermanos, a excepción de Carolina, se enfilaron frente a la pendiente. Apenas se veían por encima de la declinación, y el menor se ponía de puntillas para ver una mano ensangretada, pero nadie daba un paso al frente, por tácito acuerdo.

Oleadas de oscuridad volaron hacia la madre caída y los tres hermanos; la cuarta aún no volvía. Cuando ellos habían despertado de su éxtasis, se hacía tarde; el chocar de alas de lechuzas no dejaban oír el primer golpe de la gota de lluvia chocando contra una hoja amarilla.

Segundo entró a la casa a tomar su lanza y mochila de cuero, y montó a sus espaldas un arcabuz hallado en el almacén de al lado. Era el nuevo camino, la luz olvidada tras treinta y siete años ansiados. Al cerciorarse de que no quedara nada suyo en la casa que ahora abandonara para siempre, Segundo vio que los demás se preparaban a lo mismo. Uno llenaba su saco de charqui y frutas secas, el otro se guardaba una carpa y la leña.
Juntos se alejaron en dirección a un poblado sobre el que se rumoreaba ser próspero y hospitalario. Llegarían a Angol en unos días.

Otro caso fue el de Carolina. Había perdido el camino de regreso. Sin decir una palabra, revolvió toda la casa hasta encontrarlo: un minúsculo retrato de su madre cuando era pequeña. Y con el cuadro materno monocromo y su futuro hijo en el vientre, se encaminaba hacia la guarnición indígena más cercana.

15.11.99-06.12.99


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