Todo pensamiento surge de la pérdida de una sonrisa.
José M. Peña
Nada. Nada tranquilamente en dirección a la luz. Al calor, la luz, felicidad. Rodeado de etéreo líquido, se desplaza hacia el foco luminoso y siente un animal placer aumentando a medida que se acerca a… eso. Eso, los rayos verdes, allí. Una sonrisa llena su alma mientras se mueve, agita sus diminutas colitas. No puede reír; no tiene boca, pero seguro que soltaría su estrepitosa carcajada si lo tuviera.
-A…ah… achú!
-Carbunecio.
Ambos ríen. Ese chiste es ya clásico, lo vienen repitiendo desde el año pasado. Carbunecio es lo que en el idioma de gringolandia quiere decir salud, ese salud que se dice cuando uno estornuda. God bless you.
Para la ameba, eso fue serio. Le significa una tormenta sin precedentes.
Algunos eruditos en física moderna afirman que el tiempo subjetivo para un ser es inversamente proporcional al tamaño de sus cuerpos. Quién sabe.
La ameba carece de ojos, boca, oídos. Sólo vellosidades táctiles que le proporcionan la idea del espacio y el movimiento. “Ve” una tormenta de saliva, que para ella es abrupta agitación del medio – líquido ambiental. Instintivamente, se agarra fuertemente al suelo blanco. Suelo blanco, superficie de los dientes del resfriado.
Pasan años de angustia; la ameba se sujeta firmemente, con todas sus garras en la superficie blanca. Aún así, no desaparece de su alma la sonrisa, esa vibración de vida que agita su cuerpo entero.
El temporal se calma; deja profundas huellas a lo largo del amplio llano blanco, pero termina, se calla. Y deja a la ameba su camino seguir.
En efecto, allí está la ameba: pequeño ser, insignificante. Lleno de gozo y paz. Sus antenas-pies ondulantes que la impulsan hacia adelante. Hacia el lugar perfecto, el paraíso perdido. El cielo de las amebas. Sin ojos, oído ni boca. Avanza, se arrastra por este mundo blanco y viscoso. Temblando de felicidad, da otro paso necesario para completar el montón.
07-06-99
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