Y dijo Dios: sea la luz; y fue la luz.
Génesis 1:3
Echado en su cómoda silla, escribe. Expresión seria, ojos graves como el amanecer que se observa a sus espaldas, pluma en mano. Escribe. Pliegos de hojas se mantienen derechas en su mano izquierda, mientras escribe con prodigiosa rapidez sobre el cuaderno encima del escritorio. Una lámpara fluorecente lo ilumina desde el techo. Luz blanca. Aún así, no puede impedir la intensa oscuridad que penetra por las ventanas. La habitación está semioscura. Paredes café oscuras, piso gris. Perfiles de grises edificios a lo largo de la ancha y alta ventana.
El hombre frunce el seño, por unos segundos. Ignoras el por qué. Viste un terno gris claro, y camisas rosado pálido. Esta vez para de escribir y mira de reojo la hoja que sostiene en su mano. Tiene puesto una corbata azul con verde oscuro. Cabellera negra. No puedes ver el color del escritorio porque lleva vidrio encima y su reflejo se traga el rebote luminoso del mueble. Encima de ésta hay una calculadora común y corriente, dos gruesos libros, un montón de hojas sueltas en un rincón y una caja. Observas la caja y ves un papelito, con un montón del mismo papel detrás, en que se lee: Augusto Fernando Céfibis M. Abogado independiente con mención en criminología. Los Cipreses 31528, D.513, Alto las Condes Fono: 246-5391 E-mail: heyknan@hosanna.com
De pronto, Augusto deja sus papeles sobre el montón de hojas. Atrae el cuaderno en frente de sí y hojea hasta dar con una página. Tose dos o tres veces, para afinar la voz. Con una ligerísima sonrisa, se para y se encamina a la puerta. ¿Qué diablos? Te preguntas. Se acerca a la puerta y la abre.
No puedo saber si eres tú o el caballero que iba a tomar la manilla de la puerta el más sorprendido. El tipo que iba a abrir la puerta viste un terno también, verde oscuro. En otras circunstancias, la exagerada expresión de atónito sería motivo de risa para cualquiera. Hijo mío, no rías. Conozco a Augusto de hace años y diría que este incidente no fue casual. Tú no comprendes aún estas cosas, porque has muerto hace poco tiempo; pero yo, que tengo experiencia… shh, callemos, no quiero interrumpir ni siquiera sordamente la conversación de estas personas.
El tipo con terno verde tose. Tiene un rostro grave y tranquilo, bajo el cual se le ve la corbata negra. Ya están los tres en la habitación, sentados, Augusto detrás del escritorio; el tipo verde en una silla al frente de la mesa. Hay otro hombre que entró con él. Viste de un terno azul oscuro, camisa café claro. Está sentado a la derecha del hombre verde. Ambos personajes tienen el cabello negro, aunque yo te diría que el de la izquierda tiene un cierto tono a café y el tipo azul tiene el pelo algo despeinado. El hombre verde habla.
-Bueno, he venido aquí porque varios de mis compañeros de trabajo le han recomendado y he averiguado, por mi cuenta, que ud. es un hombre confiable.
Augusto escucha, concentrado. Tiene ambas manos bajo la mandíbula. Observa atentamente a su interlocutor. Tras una pausa, el hombre continúa – Le explicaré el caso en breves palabras, no tengo la menor intención de quitarle su precioso tiempo. Vea – saca varios papeles de su maletín. Su maletín gris, vaya, no me había dado cuenta – aquí están los comprobantes, aquí la acreditación,…
Fíjate, hijo mío, en el hombre con el terno azul. Me recuerda mi madurez; yo era así, mientras estuve vivo: callado, pensativo, una sonrisa abundante pero no visible, como él, hijo…
Sí. Él tiene ojos claros. Realmente, si observaras con atención, lo verías. Piensa. Está observando los cuadros, pero en su interior bulle emoción. Tiene las manos en los bolsillos. El hombre de verde lo mira y le hace muecas, mientras deja sus papeles sobre el escritorio. Augusto, con su rostro permanentemente grave y concentrado, hojea los papeles. Toma su pluma, su pluma negra con dos franjas amarillas al otro extremo de la punta, para escribir. Toma su pluma, toma apuntes. Mientras tanto, el hombre de verde cuchichea con el tipo azul. Los documentos que revisan Augusto consisten en dos copias de un contrato. En ambos aparecen las partes firmantes: Andrés Paulmann Rasch K., representante de Oracle Chile S.A. y Guillermo Alejandro Rivas A., representante de Sun Chile S.A. Ambos cuchichean entre ellos.
-…por eso creo que deberíamos ponernos de acuerdo respecto a esto. Mira, tarde o temprano te van a descubrir, es un hecho, y puedo demandarte por fraude comercial – lo amenaza tranquilamente el hombre de terno verde, corbatas negras. La respuesta del hombre con el pelo despeinado no es menos relajada:
-Compadre, si por algo vinimos a este abogado.
…y por mutuo acuerdo Oracle Chile S.A. y Sun Chile S.A. firman este contrato, pormetiendo Sun Chile S.A. cooperar con su propio equipo de codificación y seguridad en entorno TCP/IP y traspasar todo recurso humano, documental e intelectual a Oracle Chile S.A… tercero, que tanto Oracle Chile S.A. como Sun Chile S.A. están conscientes… la cantidad acordada es de dos millones ochocientos veinticinco mil dólares, cantidad que Oracle Chile S.A. entregará a Sun Chile S.A. en cuentas temporales e inmuebles, de la cual el tercio pagará inmediatamente y el resto por un período de tiempo que se acordará posteriormente… Cuarto, que desde el momento de la firma del contrato en adelante Sun Chile no deberá hacer concesión técnica de ningún tipo a empresas catalogadas en áreas iguales a ésta… séptimo, que… decimotercero, que…
Augusto sigue leyendo, a la vez que escuchando a Andrés Rasch, el de la corbata negra y terno verde oscuro.
-Bueno, el punto es que… tomamos dos copias del contrato, uno para mí y el otro para Guillermo, pero nuestros papeles varían en un punto: en la cifra acordada. Vea – Andrés le quita los papeles y le muestra las dos copias de modo que se vea a primera vista la diferencia entre ambas: en una dice dos millones ochocientos veinticinco mil y en la otra dice veintiocho millones doscientos cincuenta mil – la copia de los dos millones es la mía, y la de los veinte millones corresponde a la este compadre, Guillermo.
Me miras con ojos sospechosos y tristes. No te aflijas, hijo mío. Esto sólo ha comenzado. No sé qué pensar al respecto; mas observemos.
Guillermo, el que tenía la camisas café claro, mira los cuadros en las paredes. Reconozco una de las pinturas: es la obra maestra de Miguel Ángel, el jucio final. Cuando seas mayor, te haré componer un poema inspirado en el cuadro ése, hijo. Augusto le dirige una mirada interrogativa. Éste se siente observado y voltea su vista, ambos ojos se encuentran. Una, aún joven, grave y penetrante, bulle en su interior la lógica, la fría deducción – debe averiguar quién modificó su papel, tenlo en cuenta – y en la otra, ya cansado de la vida, igualmente sereno. Asiente lentamente con la cabeza, respondiendo a la imaginaria pregunta de Augusto, “¿es cierto eso?”. Augusto lo mira y levanta las cejas. Se dibuja en la fisonomía del hombre con terno verde una sonrisa pomular. Andrés está terminando su discurso.
-…y el notario quien nos tomó las copias también tiene su copia guardada…y ésta resultó coincidir con la mía. Ambos tenemos copias de contratos electrónicamente en los servidores de nuestras compañías, y en un computador central del notario. Aún no hemos comprobado esos documentos, porque es necesario obtener un permiso extrarutinario para abrirlos, la relación entre nuestras empresas son buenas, y no queremos provocar falsas sospechas.
-Déjeme pensarlo un poco.
Augusto cierra los ojos. El silencio es absoluto. Es el momento. Veo en su rostro, una rara lucha entre el inconsciente y la razón. Ves su corbata azul con verde. Estás preocupado por ambas personas, hijo? Sí: a uno de ellos se le declarará como mentiroso. Y Augusto, él, debe decidirlo. A mí me parece mucho que el sr. Andrés es inocente, todas las pruebas indican ellos, pero no sé. Esto es bastante complicado. ¿Tú crees lo mismo? ¡Si por algo eres hijo mío, moriste de la misma manera que yo! Observemos.
Los dos señores estaban conversando en voz baja, pero callan. Augusto ha hablado.
-Bien. El caso me parece bastante claro, que como uds. ya sabrán, se trata de falsificación de contratos pos-acuerdo. Uno de uds. dos ha modificado muy bien el documento, porque no creo que el notario haya podido sacar dos copias diferentes. No se trata de una “tipo”, ya que la cifra aparece escrita en palabras y su estructura hace imposible tal error.
Ambas partes escuchan la plática con igual tranquilidad. Están ahí, atentos, esperando que el abogado dé la solución definitiva a sus problemas.
-Tengo en mi posesión, una máquina que puede comparar la textura y cualidad de una mecanografía con otra. Señor Andrés, ¿me podría pasar una copia del original que el notario había guardado?
Él se lo entrega, sin mayores comentarios.
-Ahora, espérenme aquí un momento, mientras comparo ambas hojas.
Se para de su asiento, los deja atrás, y entra a un cuarto aparte que estaba conectado a la oficina a través de una puerta lateral.
Sorpresa. No hay ninguna máquina. Sólo un montón de libros, un teléfono en un rincón. Augusto cierra la puerta. A través de ella puedo percibir los leves murmullos entre ambas personas, ¿los oyes? Tras asegurar la entrada cuidadosamente, nuestro hombre toma el teléfono. Noto preocupación en tus ojos, hijo. Yo estoy de acuerdo con él, no entiendo cómo, pero no sé qué hará.
-¿Aló? Buenos días, soy Augusto Céfibis, déme con Ricardo Gutiérrez, por favor.
Breve silencio…
-Hola. Soy yo. Necesito pedirte un favor.
Su rostro se pone tieso, lo puedo notar. Tú me miras angustiado, me suplicas haga algo. No puedo, hijo. Este hombre tiene algo en mente. Espera, por favor.
-El caso es el siguiente: hay un documento de texto, ¿qué? No sé. He visto el formato y es de esos típicos procesadores de texto, no te podría asegurarte nada. Ese documento lo puedes hallar en tres servidores: el de Oracle Chile, Sun Chile, y un notario que tiene… que bueno, tiene servidor propio, con servicio de correos funcionando. Dice: notaria.103.cl Ahora, escucha con atención. Necesito que acceses el documento en los tres computadores, y que ubiques el texto “dos millones ochocientos veinticinco mil”, sí, “dos millones ochocientos veinticinco mil” y cambiarlo por el texto “veintiocho millones doscientos cincuenta mil”. Si no lo hallas no importa. Sí, piensas rápido. Le subes un cerito. Toma todas las medidas de precaución. Cuida que la fecha no quede modificada, ni que se agregue el atributo archivo. Especialmente con Oracle y Sun, están desarrollando secuencias de seguridad en red, cuida que no noten tu penetración. No, confía en mí. Te debo una. ¿En cuánto tiempo lo tienes listo?
Tu rostro triste se transforma en espanto. ¿Qué hace este hombre? Ni yo lo sé, hijo… ni yo…
-A ver, espera un poco… – se escucha la voz al otro lado de la línea.
Otro silencio, esta vez mortal. No más de dos segundos, pero es angustia en años luz. La voz del teléfono vuelve a escucharse.
-Quince a veinte minutos.
-¡No puede ser tanto! Tienes que hacerlo realmente rápido, aunque sin fallas.
-Eso es difícil. Déjamelo en doce. Veré cómo me las arreglo. ¿Qué, lo van a accesar entonces?
-Sí. Yo los voy a entretener, están en mi oficina. Pero tras escuchar mis últimas palabras, el tipo de Oracle va a volar a comprobar lo que le dije. El de Sun, no tanto, pero igual tienes que apurarte.
-Estoy trabajando ahora. – se escuchan diminutos tic-tacs por el teléfono – me debes una explicación, compadre.
-Ya te explicaré. Gracias, Ricardo.
-Nos vemos.
Clic. Agitado, abre la puerta tras descolgar el teléfono. Los señores se estaban aburriendo, según veo.
-¡Bueno! ¿Y qué obtuvo?
Augusto no les dice nada. Pesadamente se encamina a su silla, se sienta y comienza a explicarles. Les habla vagamente, sin poner atención a sus preguntas y observaciones. No me extraña. Está haciendo tiempo. Pasan diez eternos minutos.
-… en conclusión, lo que quiero decir es que… las señas de su documento, Sr. Andrés, no coinciden con las del notario. La del notario coincide con la del Sr. Guillermo, pero sus cifras no son iguales. Yo diría que el del Sr. Guillermo está bien, pero el notario tuvo un problema de impresión.
La despedida es rápida. Andrés se marcha enojado, pero puedo ver, a pesar de todo, que una vez fuera de la oficina corre, corre al ascensor, corre a la calle, corre a tomar el taxi. Saca su celular e informa lo ocurrido. Agita su cabeza, no lo puede creer, supongo. Están rojos sus ojos. Ya lo creo. Veintiseis millones de dólares, no es poca plata, amigo mío. Pero cosa rara, creo ver en sus ojos… una expresión endemoniadamente malvada, que dice:
¡no puede ser! ¡Cómo, cómo me descubrió, si lo tenía todo perfectamente arreglado! Maldito abogado, maldita máquina, maldito abogado… pero no, voy a comprobar los documentos que arreglé, los documentos de la empresa. Con los informes que di, no puedo modificarlos ya, deben haber aumentado el nivel de seguridad. Pero no importa, la evidencia está allí. Ya están cambiados los tres documentos. Yo ganaré, maldición.
Guillermo se marcha tranquilo. Agradece la cordialidad de Augusto, se marcha, va a su casa. Quiere disfrutar este desenlance del problema con su esposa, sus tres hijitos. Ya tendrá tiempo para informar a su jefe.
No sé cómo explicártelo, hijo. Hay cosas que ni nosotros, con nuestro sentido espiritual, captamos. No sé.
El abogado parece cansado. Tras despedir a Guillermo, cierra la puerta. Se sienta en la silla, abre nuevamente su cuaderno y toma en su mano las hojas que sostuviera antes de recibir a los visitantes. Comienza a leer, mientras escribe de vez en cuando sobre su cuaderno. Pero la rutina no puede seguir. De pronto, con un furioso grito, se desploma sobre el escritorio. Llora. Hijo mío, ¡con qué conmovimiento llora, solloza! Llora. Las lágrimas manchan las hojas, el vidrio del escritorio. Llora. Más bien, quejido de su alma, diría yo. Llora. Golpea la mesa. Los vidrios se trizan y se quiebran, sus manos sangran. Su rostro sangra. Llora. La oscuridad de la noche se aleja definitivamente, el sol se ve a treinta y ocho grados respecto al horizonte. Y llora. Echado en su escritorio, sangriento, iluminado por los primeros rayos del sol, llora, deja que su alma se estruje, se queje y aúlle.
05.06.99
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