farmacia: laboratorio y tienda del farmacéutico.
-pequeño larousse ilustrado 1992-
Las negras sombras de los árboles avanzan en silencio. A medida camino, éstas van acortándose y avanzando hasta que los paso de largo y comienza el fenómeno contrario. No transitan muchos autos a esta hora. Son las nueve y media, tengo un poco de hambre pero voy feliz. Adoro este silencio y esta soledad; camino hechizado por el mutis de la calle, que hace unas horas bullía y gritaba, lleno de vida. Me gusta esta oscuridad mística que me rodea por todos lados. Antes de ayer divisé luna llena.
El silencio tiene su atractivo. Es irresistible. ¿Acaso Neruda decía “me gustas cuando callas…” para puro lesear o porque rimaba con el verso siguiente? No. Definitivamente, tiene su mérito.
Extasiado por esta atmósfera que podría llamarse “noche en Temuco” o algo así, camino. Sueño. Es como estar drogado. Luces acá, otro poco allá, completan con su imperfección, el indescriptible paisaje del lugar. Dirige tus ojos al cielo, te esperan las estrellas con esos resplandores suyos. Y la luna.
Hace unas semanas, derrumbaron una casita en la esquina. Era la esquina en la que tenía que doblar para ir a mi casa desde avenida Alemania. Debí haberlo previsto desde entonces.
La éxtasis poética llega a su punto culminante cuando doblo para caminar los últimos metros antes de entrar a mi casa. Es una mezcla de todo: abrupto silencio, no hay autos, la melancolía por terminar mi paseo y un palpitante entusiasmo por regresar a la casa. Y las hadas y ninfas, que aúllan, gritan al caminante por un sendero en tinieblas. Siento deseos de cantar o gritar. Me gustaría quedarme allí, caminando eternamente, recitando algo de Bécquer o escuchando las raras cadencias de Debussy.
Debí haberlo sabido desde entonces. Luego de derribar la casa -linda casa, por cierto- llegaron los obreros y comenzaron a construir. Paredes grises, suelo gris, un panel de neón gigante.
Debí haberlo sabido. Un presentimiento, quizás.
Pero entonces yo era muy joven. No me fijaba porque no me importaba.
Frente a la tercera casa hay un árbol. Desconozco su nombre – no es mi especialidad. Está bien inclinadito a la vereda y forma algo así como un techo, lo agitas y sus hojas reclaman. Les hago cosquillas. Cierro los ojos y luego las abro. El mundo es un misterio, recuerdo de golpe.
Una mancha oscura con dos ruedas abajo pasa a vuelo rasante. Aristotélicamente, eso fue un ciclista. ¿Qué es eso? No tengo idea. Se me ocurre que pudo haber sido un semidiós de la muerte, que me envió Ceres porque molesté a su hijo el árbol. Me gustaría morir por acá.
Y lo que construían resultó ser una farmacia. Así me dijeron. No tengo idea. Para mí es un montón cuadrado de cemento, vidrio y un panel de neón gigante que tuvo la desgracia de instalarse, justo aquí, en Philippi con Alemania.
Paro en seco. Algo ha anulado la magia. Todo está demasiado claro para ser las diez. Me doy vuelta, lentamente. Hay un edificio gris emitiendo una asquerosa luz azul. La gente sale y entra. Los autos se estacionan y parten, como si nada les importasen. Claro, es la rutina de siempre. Es la civilización. Es la cultura yanqui, luz de neón.
Miro con desprecio la casa. Esto no me deja ver la oscuridad. Me lo tapa. Los gnomos corren, sí, pero más lejos, más allá de mi casa. Odio la farmacia. Me alejo, resignado. Edificio de mierda. Dénme unos kilitos de dinamita, algunos cables, y evacúen el lugar, por favor.
19.05.99.XX
Deja una respuesta