Resurrección

Cada vez que el pueblo sufría de sequía o males del cielo,
los sacerdotes se dirigían al pozo sagrado, con el fin de calmar la ira de los dioses del agua.
Acompañábanse de fermosas vírgenes,
a quienes lanzaban al pozo tras finalizar el ritual del sacrificio.
Las vírgenes participaban del rito con actitud solemne y el rostro bajo,
pero siempre, después de ser lanzados al vacío y al profundo pozo,
quedaba sólo un grito agudo y largo, como único testigo triste del sacrificio fumano,
y las abundantes joyas y utensilios que los sacerdotes dejaban caer.

  • Diego de Landa (1524-1579), Las relaciones consanguíneas del Yucatán –

Murmullos contenidos. Pasos firmes y cortantes, monótono ritmo de lanzas con puntas de piedra chocando unas contra otras. Penetrantes rayos del sol llenando la tensión general con un calor de mediodía.

Ella caminaba. Su largo manto púrpura se arrastraba esparciendo un soplo de perfume de canelo sobre el alfombrado de rocas pulidas y encajonadas a lo largo del camino al templo.

Delante de ella, con pasos sólidos y como si quisiese dejar una huella eterna en aquel sendero al pozo sagrado, el sacerdote avanzaba, con su túnica ceremonial cubierto de adornos simbólicos, partes de la barba blanca asomándosele por las espaldas, un machete a la cintura.

Ambos – ella y el sacerdote – avanzaban por el centro del sendero, y los guardias marchaban rodeándolos, protegiéndolos de la multitud que se avalanchaba a observar la ofrenda para la ocasión. Los guardias tan solo vestían túnicas amarillas y sandalias, pero el calor descomunal del día los vencía por ratos; sudaban a chorros, y la multitud apabullante empeoraba aún más su penosa situación.

Nikte-Ha era su nombre. Caminaba serena, y su largo pelo negro fundido en una amplia trenza se resistía firme al soplar suave del sureste, se mantenía adherida a sus espaldas, llegando más allá de su cintura. No miraba a nadie, daba pasos rápidos y premeditados, su túnica plateada brillando al sol del mes séptimo. Del gentío a su alrededor corrían ya murmullos y exclamaciones de asombro al conocerse la historia detrás del frágil manto y sandalias blancas: ella misma se había ofrecido para sacrificarse en el ritual de las catástrofes. Nadie lo podía creer.

–Pobrecilla, debe de haber nacido sin entendimiento, cuánto lo siento por sus padres – comentaban algunos.
–Pero no ves, vecina, que ella, resignada a su suerte, prefirió divulgar rumores favorables a ella?
–Y para qué lo haría? Yo no veo razón alguna.
-Quién sabe; por si alguien, admirado de su coraje, salía a rescatarla, o quizá por el bien de su familia… ¡cualquier cosa!

Poco a poco, el respeto general hacia la muchacha que los representaría ante Yumkax fue transformándose en un silencio mortal. Se podía escuchar el viento acariciando las ramas frondosas y arrastrando el piso polvoriento de los palacios ducales y templos de los distintos dioses. Solo eran cientos de ojos observando, inquietos, imaginando las mil razones por las que ella habría aceptado ser arrojada al pozo sagrado.

Era tan simple. Dentro de ella solo sentía regulares tac-tac al compás de la marcha. Las lanzas, las sandalias. Así lo había querido desde hace mucho tiempo; siempre estuvo segura de que era una de las elegidas para salvar la población de calamidades inminentes. Ella aún lo recordaba muy bien; una mañana clara del mes noveno, saltaba ella, aún adolescente, de la cama, corría a la ventana y gritaba en voz alta: ¡sabed que dentro de diez años seré entregada ante el altar de Chichen-Itzá! Entonces, la criada, alarmada ante la inesperada acción de la niña, la regresaba a la cama y cerraba la ventana, dando sordo oído a la multitud que recién despertaba sorprendida de la exclamación.

La madre nunca pudo hacerla desistir de su inesperada decisión. Ella se mantenía firme, segura de sí misma y de su propio destino. La familia vivió años oscuros, llenos de presagios, cabizbajos y temerosos de que un día cualquiera, presa de su locura, corriese ella a arrojarse sin ceremonia alguna al pozo. La madre sufrió noche y día de pesadillas y visiones, hasta que un día murió en cama, con la única compañía de la hija y una fiebre de los mil demonios. Con la vista nublada y la mente oscura, tomó la mano de la hija y la perdonó, le dijo que cuando quisiera podría ir a entregarse al sacrificio. Quizás por fin había comprendido la divinidad de los destinos de algunas personas. Mas todo fue en vano: nadie estaba en casa para atestiguarlo, de modo que Nikte-Ha decidió no contarlo, solo agregaría una más a los dolores de cabeza a su padre.

El pasado mes lunar, ella se dirigió al centro de la plaza pública y desde allí habló a todos, como hipnotizada.

-El mes que viene, habrá una gran sequía; y habrá un gran fuego en el maizal del sur, y los sacerdotes han de pedir el ritual del pozo sagrado. Esta vez, ¡seré yo quien aplaque la ira de los dioses!

Y de inmediato se entregó a los preparados ceremoniales, el lavado tradicional del pelo por las tardes y el pasear matinal por las junglas al otro lado del río. Nadie se lo impedía. La familia estaba cansada, hecha un puñado de paja al viento, de tanto nerviosismo y tanto pesar durante los largos años. Era tal la resignación de su padre y hermanos y tal la seriedad con que ella se preparaba para el ritual, que nadie se sorprendió cuando tras veintitrés noche el poblado comenzó a sentir los efectos de una sequía sin precedentes y una semana después llegó la noticia del incendio a lo largo de todos graneros del sector sur. Los sacerdotes prepararon sus respectivos trajes y todo desde entonces marchó como siempre se había hecho. El anuncio general, la fecha según los astrólogos, la interpretación de los movimientos y posiciones astrales para averiguar cuál de las divinidades era la airada. La diferencia, esta vez, era que no había llanto en las calles por la víctima ni peleas entre los vecinos por estar echando suerte.

Era una consecuencia natural. Ella siempre lo supo. Aquél era su destino.

Habían llegado al altar frente al pozo.

El sonido de la treintena de pies golpeando las rocas a un único ritmo cesó de pronto. El altar consistía en una única roca rectangular, a la altura de la cintura de una persona, un enorme y tosco trozo de piedra negra. Delante se extendía un abismo que terminaba en un minúsculo lago opalino. Atrás, la multitud observaba, silenciosa. El sacerdote tomó el machete y la colocó sobre el altar. Éste emitió un leve chasquido al chocar contra la dura superficie de la roca, como si eternamente hubiese sido parte de todo el ritual.

Nikte-Ha observaba las imperceptibles acciones del sacerdote. Éste se quitaba su túnica para dejarla al lado del machete y procedía a despojarla de todos sus adornos. Los collares, los brazaletes de oro, aros y amuletos amarrados del tobillo y la larga cabellera. Uno a uno, iban quedando sobre el altar, el negro y pobre altar, ahora repleta de las joyerías quizás más apreciadas en toda Chichen-Itzá. Mientras el sacerdote se dedicaba a lo suyo, ella descubrió algo inesperado en el rostro del practicante: observó en él una expresión de compasión. Ocultando secretamente la sorpresa tras el velo de fría seriedad, siguió esperando a que terminara.

Tras colocar todos los adornos sobre la roca, el sacerdote prosiguió el rito profiriendo en voz alta el discurso que aplacaría a los dioses y los prepararía para la ofrenda dispuesta. Todos suponían que sería un lenguaje divino. Ella también lo creyó. Pero a medida iba escuchando, descubría trozos de palabras que había escuchado a veces, cuando su padre, en un gesto de hospitalidad hacia los embajadores de las ciudades vecinas, los invitaba al desayuno y entre todos se armaba la jovial conversación acompañada de abundante sopa y pan de maíz. Descubría esas expresiones, esos acentos característicos de las lenguas del norte. Comenzó a sospechar.

A su orden, tres corpulentos jóvenes se acercaron al altar y la levantaron, haciendo caer todo lo que estaba sobre ella al pozo. Las piedras, joyas, el machete y las dos túnicas. Ella pensaba precipitadamente mientras fingía verlas descender por el abismo. A cada chapoteo se le iba un segundo, perdía el tiempo indispensable para decidir qué creer y hacer.

La hicieron pararse al borde, dando la espalda al sacerdote y la multitud. Entonces sus puños cerrados temblaban de ira; aún parecía ver las gotas de sudor perdiéndose entre las grises cejas del sacerdote, la verdad humana de alguien en quien le atribuía facultades divinas y consideraba vocero de los dioses. Sus ojos tristes, encerrados. Esa boca que no sabía decir nada fuera de lo memorizado. Una mirada igual a su padre, cansado, resignado.

-Desde dónde comenzar? – prefirió no pensar en nada.

Pero cuando se terminó el segundo discurso antes de empujarla al pozo, ella se dio vuelta, aferrándose desesperadamente a la vida, una vida que vislumbraba poco antes de morir. Las manos lanzadas a sus espaldas le dieron por delante; de todos modos, el impacto la hizo tambalear. Caía. Ese odio al asesino, a quien engañó su paisaje del mundo. No lo abandonaría sola.

5 de mayo de 1892. Chichen-Itzá, México.

McArthur Bleiber estaba pensativo, sentado en su escritorio. El calor húmedo del verano le recordaba sus días pasados en Guatemala, que de todos modos no quedaba muy lejos de allí. Ansiaba terminar de una vez por todas y cerrar el maldito contrato, pero no podía. Aquel hecho era fascinante para cualquiera, incluso para un paleontólogo avezado como él. Todos los cientos y cientos de esqueletos que Thompson le había pedido identificar habían resultado ser femeninas, de mujeres jóvenes; todos, excepto el que estaba colgado en su mostrador. Era un esqueleto masculino. Un hombre viejo.

27.11.99-13.12.99


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