Los Contrarios

publicado en la biblioteca digital el aleph
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Me han dicho, en una de las numerosas horas de encierro, que todo viene de su contrario. Que los sagrados residuos fecales de los dioses se pudran si he de entender algún día lo que quiere decir eso.
-reflexiones matinales nª030599, Yo-

Consternado, tiró lejos su notebook. Estaba harto de todo, de su vida, de sus ideas locas, de su gente, de todo, todo… incluyendo esa alarma general que venía a importunarlo en pleno mediodía. Comenzaría la rutina de siempre; las voces, la confusión, unas reacciones, el momento culminante en que la calamidad arrastraba con todo lo que había en la superficie, la reconstrucción, y la vuelta al ciclo. ¡Qué hacerle! Así era la vida, le decían. Quizá. Tras presionar el botón rojo durante un par de segundos, tomó tranquilamente el micrófono y habló. Habló con voz glacial y maquinal, tal le exigía su oficio.

“Alerta a todos los sectores. Movimiento peligroso a treinta y ocho kilómetros en dirección al sector CH-0381. Se ruega asegurar sus vidas para dentro de cuatro minutos veintiocho segundos. Gracias”

Mientras hablaba analizaba el informe que le habían entregado. La catástrofe era más seria de lo que pensaba; sólo un instante, si esa mancha azul en el radar, penetraba al centro de la ciudad y se posaba sobre el área vital –precisamente de donde él transmitía la alerta- todo se derrumbaría. Los refugios no soportarían semejante carga. Sintió fuertes deseo de tomar otra vez el micrófono otra vez, y gritar a todo pulmón: “¡Ciudadanos, corran por sus vidas!” Lo cual habría sido más romántico y más a propósito para el caso.

Muy tarde; el micrófono no funcionaba: su compañero, el encargado de los altoparlantes, había ya abandonado el lugar y él sólo no sabía manejar el sistema.

Estaba allí por eso. No abandonaba nunca el centro de alerta, y mientras temían que un sistema mecánico fallara en el momento crítico, a él no le pasaba eso. Tomó el informe con dos de sus manos y se puso a examinarlo.

Ananías había oído ya la voz de alarma. La gente se apresuraba. Unos corrían, atemorizados. Sector CH-0381… era el sur. ¿Qué diablos sería..? Pero antes que llegara a la conclusión que su pregunta no tenía respuesta, comenzó a correr él también, movido por el instinto. Los primeros temblores comenzaban a sentirse a lo largo de la gran ciudad.

-¡Eh, Ananías! – Petronio corría a su lado – ¿Tienes idea lo que puede ser esta vez?
-No lo sé, pero ¡por Marte! Esas vibraciones son inusuales. ¡Debe ser bastante pesado! – gritaba Ananías, intentando inútilmente de dominar el bullicio del tráfico. Como la mayoría de los estudiantes, no tenía automóvil.
-¿Cuánto falta?
-¡Unos tres minutos!

Aunque lleguemos a tiempo, no creo que soporte un impacto como ése – pensaba Ananías, calculando el espacio que los separaba y una intensidad de los golpes que iban en aumento.

Visto de arriba, el caos y el movimiento eran intolerables. El tumulto en dirección a los refugios engrosaba sus filas. El calor era sofocante, el sol estaba en su día. Pese a sus formas atléticas, Ananías y Petronio comenzaban a respirar con dificultad.

Sería una tarde larguísima.

El día era alegre, tras la corta llovizna; ya no se veían nubes en el cielo, donde el sol ostentaba su brillo y agradable calor. El joven caminaba ligero, dando brincos como una liebre.

Iba a ver a su amada; una flor ocupaba su espacio en su mano derecha, su rostro irradiaba felicidad preconcebida. Iba a verla; iba a verla. Aunque como todos los días, se contarían como lo habían pasado, intercambiarían miradas, sonrisas, pensamientos. La alegría de vivir embargaba su alma mientras corría con su camisa azul, pantalones verdes. Una flor en la mano. Y corría, volaba a encontrarse con su divina.

El tiempo transcurría en cámara lenta. Una gran sombra cubría, al fin, toda la ciudad. Todos, todos, todos gritaban. Petronio y Ananías se detuvieron. Era el fin. Los refugios se derrumbarían, con toda seguridad. Era una civilización con millones de años la que moría. Un coro de gritos de espanto, un postrer quejido de un pueblo que desaparece sin rastros se elevó al cielo y se alejó de la tierra con velocidad impresionante.

Una luz atravesó los resignados ojos del viejo –quien emitiera las voces de alarma-. Supo entonces que podría conservar registros de su pueblo. Ser conocido en la posterioridad –eso era existir- sí, ¡sería posible! Rápidamente hurgó en su escritorio hasta dar con la cinta óptica en que había guardado, días atrás, la historia de su pueblo. Abrió la caja fuerte y lo guardó allí. Apenas tuvo tiempo para activar la función de automantenimiento.

Cerró los ojos. El estruendo del derrumbe impidió que se oyese su grito de júbilo.

El joven no supo nada. Inconscientemente, aplastó con precisión mortal la colonia de protozoos que se había establecido allí, hace unas horas, alrededor del pequeño charco de agua. ¡Qué entusiasmo, emoción que inundaba su corazón! Vería a su amada.

03.05.99


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