Los primeros canturreos de los pájaros se oían en medio de una difusa neblina matinal. El día tan solo estaba comenzando.
Las brisa era helada, y soplaba en dirección a unos cerros al este de la casa, cubriendo el suelo verde de pequeñas gotas de rocío. A medida que el sol escalaba flojamente por el cielo semigris, los seres del prado despertaban uno a uno; el lugar se iba llenando de tristes rumores de hojas chocando entre sí, cantos quedos, y ruidos de pisadas en dirección al río.
-Ea! Segundo, trae luego el balde, que tus hermanos están esperando.
La culpable de esta pausa en el silencio era una anciana de edad inestimable, cubierta por una capa supuestamente blanca y una falda negra que alcanzaba a asomarse debajo de ella. Rancias flores secas, pálidas, lucían un opaco resplandor alrededor de su sombrero a la boliviana. Su espalda comenzaba a reflejar los efectos de los años, que se materializaba en una pequeña joroba con miras de aumentar a medida que pasara el tiempo. Sostenía en sus manos un largo palo de madera, la cual le servía de su tercer pie y como ocasional instrumento de castigo para los hijos aún no acostumbrados a su régimen de déspota ilustrada.
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